Eran las cuatro de la tarde en el infierno. Dios jugaba al poker y perdía. Así en la tierra como en el infierno, el calor era asfixiante. En la estación de autobuses un enjambre uniforme de mochileros blandían a cristo en la cruz sobre sus pechos. El hijo de dios había salido a bolsa. Era un valor seguro.Y Dios jugándosela a la última carta.
Allí me encontraba yo, sentado en una de las escaleras que conducían a mi cielo particular . Había quedado con mi chica, con quien pensaba confesarme esa misma noche. Llevaba mucho tiempo esperando mi confesión pero recibir una hostia, por muy bendita que me la envolviesen, no entraba en mis planes inmediatos. De modo que deje a Dios haciendo números y a su hijo sudando entre los turgentes pechos de alguna adolescente. La noche era joven.
El autobús llegaba con retraso. La megafonía de la estación así lo estaba vomitando desde hacía más de media hora. Así que me acerqué al bar a tomarme una cervecita bien fría. El camarero, un tipo de rostro salpicado de cráteres en erupción me miró con cara de resignación . "Sólo tengo cerveza San Miguel ", me dijo. "¡Vaya con el monopolio celestial!", pensé. Lo cierto es que estaba cojonuda la birra. Tras la primera cayó la segunda y le siguió una tercera también.
La megafonía de la estación estaba avisando de la llegada del autobús de Valencia. Allí iba yo, cargadito de espíritu santo y dando tumbos entre peregrinos sudorosos y de mejillas sonrosadas, buscando mi media naranja para esprimir nuestro amor al candor de unas velas, mientras la sangre de cristo mojaba nuestros labios. Gran reserva.
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