La luz irrumpió en la habitación del mismo modo que una inesperada visita en una resacosa mañana de domingo: molestando. La noche se había alargado más de lo normal, a decir verdad, unos cuantos años de obscura niebla habían inundado las esperanzas del tipo que ahora yacía inconsciente entre las enmarañadas sabanas salpicadas de secos restos parduzcos. Las manchas se asemejaban a las piezas de un puzle inacabado y tejían sobre la azulada superficie de la sabana un extenso archipiélago de otrora volcánicas islas en ebullición.
La ventana del infecto cuartucho permanecía completamente abierta, dando la bienvenida a las primeras luces del día, que caían a bocajarro sobre todo lo que allí encontraban. Sin jerarquías, ni distinciones, sin hacer preguntas, la luz tocaba de un cálido dorado lo que aún se mantenía en pie de la pasada noche. Una botella de Bourbon se erguía ufana por encima de dos vasos vacios, todavía ebrios de los vapores nocturnos. Una solitaria llave y un cenicero lleno de rugosas colillas terminaban por engalanar la vetusta mesilla de noche que ya pedía una honrosa retirada después de tantos años se mudo servicio.
Solamente el sonido de unos tacones rompía la quietud que reinaba entre las cuatro paredes de la habitación. Sonaban acelerados, inquietos, ávidos por pisar la calle después de haber permanecido huérfanos toda la noche. Y aunque esta rutina formaba parte de su día a día aún no se habían acostumbrado a la soledad de dormir solos, si bien a menudo compartían pie de cama con anónimos zapatos de lo más variados estilos.
El repiqueteo de los tacones ceso unos segundos, el tiempo necesario para encender un cigarrillo, inhalar una bocanada del rubio americano y disfrutar del primer pitillo del día. El postre llegaría más tarde, en La posada del peine, su particular farmacia de guardia, donde el tío Eulogio la suministraría la medicina necesaria para aguantar un día más sin preguntarse qué cojones estaba haciendo con su vida. Lorena, la morena tía buena, como la conocían en La Posada los habituales del lugar, apenas si había cumplido los veinte años y ya arrastraba a sus espaldas las consecuencias de una azarosa vida nómada y solitaria. No siempre fue así, se repetía ahora mientras apuraba las últimas caladas del tembloroso pitillo…
Se estaba haciendo tarde. Miro furtivamente al tipo de la cama. No se acordaba de su nombre ni de la historia que la había contado la noche pasada, entre copa y copa, entre jadeos y mentiras. Siempre historias tristes, adornadas con silencios y miradas perdidas.
Volvieron a sonar los tacones por la habitación y esta vez redoblaban en alegría al verse frente a la puerta por la que habían entrado la noche pasada junto a otros zapatos de dudosa horma y condición. Ya fuera de la habitación, la joven sólo tuvo que empujar la puerta quedamente y volver a cruzar el angosto pasillo de desnudas paredes macilentas. Atrás quedaba para siempre la habitación 126 y un tipo sin nombre duchado en alcohol y cocaína.
Los tacones pisaron de nuevo la calle, Lorena volvió a La posada del peine y frente a un muro se chuto la última receta, mientras las cada vez más recurrentes nauseas constreñían su abdomen con fuertes dolores.
Los tacones descansaban en una bolsa de supermercado, soñolientos, a la espera de ser enfundados esa misma noche. Con un poco de suerte, pensaban, quizá encontrasen unos buenos zapatos con los que olvidar agravios pasados…