Caminaba por las calles de Madrid sin brújula ni reloj, dejando que mis pasos me llevaran a cualquier lugar. Desde una angosta calle desértica se escuchaba el tañido de una campana tocando al Ángelus. Doblé la esquina y allí estaba ella, La huesuda. Por un instante, un recio escalofrío me impidió dar un paso más hacia delante. De hecho, creo que retrocedí al sentirla frente a mí, tan elegante, fría y soberbia .
No estaba sola. Alrededor suyo un grupo de acólitos gregarios usurpaban la estrecha acera impidiendo el ordinario fluir de los transeúntes. Se la notaba embriagada de poder, de autoridad. Nadie le dirigió una sola palabra mientras yo contemplaba la escena atónito, deseoso de gritar su nombre pero con miedo a que me mirase despechada por no tenerme aún entre su grupo de fieles.
La comitiva estaba detenida frente a un portal y sus sombras tamizaban de negro los baldosines de la acera. Estas mismas sombras se pisaban unas con otras pero ninguna se daba por violentada, incluso eran ruinmente atropelladas por los vehículos que pasaban por la estrecha calzada sin el menor indicio de crispación. Y La huesuda sin mover su oscuro rictus permanecía impasible, sin despegar la mirada de la puerta del portal.
Al de pocos minutos la puerta se entreabrió. Un grupo de personas fueron saliendo en silencio. Las adustas miradas de los que salían se perdían entre las que llevaban un tiempo en la acera. Todos terminaban haciendo el mismo gesto tras el cual sus miradas se clavaban en el suelo como esperando una respuesta del sufrido pavimento. De repente, un estentóreo grito de dolor sumió en un sordo silencio a la comitiva. Del sombrío portal apareció una desconsolada mujer, pálida como el plomizo cielo que ahora presagiaba tormenta . Su mohíno rostro lo cubría con unas gafas de sol negras que hacían juego con su vestido y sus zapatos. Todos los allí presentes hicieron un pasillo por donde dejar pasar la escuálida sombra, escoltada por dos hombres que la llevaban a un coche aparcado frente a su casa.
Yo me encontraba tan ofuscado, tan sorprendido por aquella puesta en escena que por unos momentos me había olvidado de ella. Pero no se había ido, sino que seguía en la misma posición en la que me la había encontrado al doblar la esquina. Diría que aún más crecida tras ver a la pobre mujer que iba arrastrando su cuerpo entre el pasillo de oscuras siluetas sin cabeza. Justo antes de llegar a la puerta del coche, la desvaída viuda tuvo fuerzas para levantar la cabeza y clavar su mirada en La huesuda. De su boca nació una gélida sonrisa de suficiencia y en la mirada sólo se traslucía la expresión de quien se sabe ganadora de la partida .