Los juguetes nos recuerdan que un día fuimos niños. También sufren el mismo proceso de erosión que nuestras vidas y muchas veces corren suertes parejas. Desaparecen una vez dejamos de interesarnos por ellos, bien porque sufrimos de la mal entendida madurez y los relegamos al olvido de manera consciente, o por ser un objeto más del que antes o después nos desharemos para dejar espacio a otro que ocupará su sitio en el trastero .
En cualquier caso, mi caballo negro de ojos verdes y blanca crin sigue esperando en el ático mejores tiempos en los que volver a trotar por las infinitas praderas del oeste. Mi fiel caballo siempre se ceñía al papel que cada día le asignaba su caprichoso jinete. Un día era un bravo caballo indio, otro un corcel que se batía en un torneo medieval o iba en retirada tras apoderarse del botín de la diligencia... aventuras vividas en los escasos metros de la sala donde yo pasé mi infancia.
Nunca me paré a pensar en darle de comer, vacunarle, desparasitarle o ponerle el chip equino(¿...?). Tampoco de buscar un establo donde descansar de sus correrías ni de una caravana donde transportarle de aventura en aventura. Sin contar las clases de equitación, el equipamiento adecuado y otro tipo de gastos que a fecha de hoy me sumirían en un mar de facturas y quebraderos de cabeza.
Cuando era niño mi caballo y yo recorríamos el mundo por tierra, mar y aire porque mi bello caballo negro también volaba y trotaba sobre las aguas como tocado por un poder divino...
Si, un día fui niño y soñaba despierto. La madurez aparcó en el trastero mi infancia y cerró bajo llave mi imaginación, esa clase de maravillosa ensoñación que me dejaba viajar sin equipaje y de la que siempre volvía cargado de maravillosas historias y aventuras.