Amanecía. Los
primeros rayos de luz irrumpían entre las persianas de la habitación en penumbra. Mi madre
permanecía inerte, impávida sobre una cama de hierro. Su presencia sólo se
hacía presente por el sordo esténtor que agitaba su pecho por debajo de las
blancas sabanas. Yo había permanecido anclado junto a los pies de esa cama toda
la noche, dormitando por momentos y
mirando a intervalos continuados la hora
en la pantalla del móvil, que como una estrella solitaria iluminaba mi rostro
en medio de un ciego silencio.
- Parece que hoy será un día soleado- barruntó una voz de
mujer entre la oscuridad que aún reinaba
en la habitación. Su voz había horadado el vacio como el aviso de un trueno
que quiebra el cielo de un atardecer estival antes de una tormenta.
Ni tan siquiera recordaba su nombre. Nos habíamos presentado
la tarde anterior. Pura cortesía.
- Si, eso parece- le conteste cerrando la revista que tenía
entre mis manos a modo de excusa por no
haberle prestado demasiada atención
mientras se dirigía a mí. Ella también permanecía tras los pies de la otra cama. La recordaba rondando los sesenta y
muchos, con un tono de voz entusiasta y juvenil , que se veía obligado a una
lentitud con la que no se sentía a
gusto.
Miré mi móvil. Las ocho de la mañana. La luz llenaba la sala con una gama de colores
que habían sido violados con la caída de la noche.
Y entonces un grito se elevo en el aire.
© Sergio Hernáez
No hay comentarios:
Publicar un comentario