Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana(...). La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.
El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.
Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí.
Ernest Hemingway, París era una fiesta
Porque la literatura es una pasión y la pasión es excluyente. No se comparte, exige todos los sacrificios y no consiente ninguno. Hemingway esta en el café y al lado una muchacha. Él piensa:" Me perteneces, y también me pertenece París, pero yo pertenezco a este cuaderno y a este lápiz". En eso, exactamente, consiste la esclavitud. Extraña, paradójica condición la de escritor. Su privilegio es la libertad, el derecho a verlo, oírlo, averiguarlo todo. Esta autorizado a bucear en las profundidades, a trepar a las cumbres: la vasta realidad es suya. ¿Para qué sirve este privilegio? Para alimentar a la bestia interior que lo avasalla, que se nutre de todos sus actos, la tortura sin tregua y sólo se aplaca, momentáneamente, en el acto de la creación, cuando brotan las palabras. Si la ha elegido y la lleva en las entrañas, no hay más remedio, tiene que entregarle todo. Cuando Hemingway iba a los toros, recorría las trincheras republicanas de España, mataba elefantes o caía ebrio, no era alguien entregado a la aventura o al placer, sino un hombre que satisfacía los caprichos de una insaciable solitaria. Porque para él, como para cualquier otro escritor, lo primero no era vivir, sino escribir.
Mario Vargas Llosa, La fiesta compartida
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