Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas,
infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso,cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne
de cañón... Es la señal... Infalible. Por el afecto empiezan. Luis XIV, conviene
recordarlo, al menos se cachondeaba a rabiar del buen pueblo. Luis XV, igual. Se la
chupaba por tiempos, el pueblo. No se vivía bien en aquella época, desde luego, los
pobres nunca han vivido bien, pero no los destripaban con la terquedad y el ensañamiento
que vemos en nuestros tiranos de hoy. No hay otro descanso, se lo aseguro,
para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que sólo pueden pensar
en el pueblo por interés o por sadismo... Los filósofos, ésos fueron, fíjese bien, ya que
estamos, quienes comenzaron a contar historias al buen pueblo... ¡Él, que sólo conocía
el catecismo! Se pusieron, según proclamaron, a educarlo... ¡Ah, tenían muchasverdades que revelarle! ¡Y hermosas! ¡Y no trilladas! ¡Luminosas! ¡Deslumbrantes!
"¡Eso es!", empezó a decir, el buen pueblo, "¡sí, señor! ¡Exacto! ¡Muramos todos por
eso!" ¡Lo único que pide siempre, el pueblo, es morir! Así es. "¡Viva Diderot!", gritaron
y después "¡Bravo, Voltaire!" ¡Eso sí que son filósofos! ¡Y viva también Carnot, que
organizaba tan bien las victorias! ¡Y viva todo el mundo! ¡Al menos, ésos son tíos que
no le dejan palmar en la ignorancia y el fetichismo, al buen pueblo! ¡Le muestran los
caminos de la libertad! ¡Lo emancipan! ¡Sin pérdida de tiempo! En primer lugar, ¡que
todo el mundo sepa leer los periódicos! ¡Es la salvación! ¡Qué hostia! ¡Y rápido! ¡No
más analfabetos! ¡Hace falta algo más! ¡Simples soldados-ciudadanos! ¡Que voten!
¡Que lean! ¡Y que peleen! ¡Y que desfilen! ¡Y que envíen besos! Con tal régimen, no
tardó en estar bien maduro, el pueblo. Entonces, ¡el entusiasmo por verse liberado tiene
que servir, verdad, para algo! Danton no era elocuente porque sí. Con unos pocos berridos,
tan altos, que aún los oímos, ¡inmovilizó en un periquete al buen pueblo! ¡Y ésa
fue la primera salida de los primeros batallones emancipados y frenéticos! ¡Los
primeros gilipollas votantes y banderólicos que el Dumoriez llevó a acabar acribillados
en Flandes! El, a su vez, Dumoriez, que había llegado demasiado tarde a ese juego
idealista, por entero inédito, como, en resumidas cuentas, prefería la pasta, desertó. Fue
nuestro último mercenario... El soldado gratuito, eso era algo nuevo... Tan nuevo, que
Goethe, con todo lo Goethe que era, al llegar a Valmy, se quedó deslumbrado. Ante
aquellas cohortes andrajosas y apasionadas que acudían a hacerse destripar
espontáneamente por el rey de Prusia para la defensa de la inédita ficción patriótica,
Goethe tuvo la sensación de que aún le quedaban muchas cosas por aprender. "¡Desde
hoy -clamó, magnífico, según las costumbres de su genio-, comienza una época nueva!"
¡Menudo! A continuación, como el sistema era excelente, se pusieron a fabricar héroes
en serie y que cada vez costaban menos caros, gracias al perfeccionamiento del sistema.
Todo el mundo lo aprovechó. Bismarck, los dos Napoleones, Barres, lo mismo que la
amazona Elsa. La religión banderólica no tardó en substituir la celeste, nube vieja y yadesinflada por la Reforma y condensada desde hacía mucho tiempo en alcancías
episcopales. Antiguamente, la moda fanática era: "¡Viva Jesús! ¡A la hoguera con los
herejes!", pero, al fin y al cabo, los herejes eran escasos y voluntarios... Mientras que,
en lo sucesivo, al punto en que hemos llegado, los gritos: "¡Al paredón los salsifíes sin
hebra! ¡Los limones sin jugo! ¡Los lectores inocentes! Por millones, ¡vista a la
derecha!" provocan las vocaciones de hordas inmensas. A los hombres que no quieren ni
destripar ni asesinar a nadie, a los asquerosos pacíficos, ¡que los cojan y los
descuarticen! ¡Y los liquiden de trece modos distintos y perfectos! ¡Que les arranquen,
para que aprendan a vivir, las tripas del cuerpo, primero, los ojos de las órbitas y los
años de su cochina vida babosa! Que los hagan reventar, por legiones y más legiones,
figurar en cantares de ciego, sangrar, corroerse entre ácidos, ¡y todo para que la Patria
sea más amada, más feliz y más dulce! Y si hay tipos inmundos que se niegan a
comprender esas cosas sublimes, que vayan a enterrarse en seguida con los demás, pero
no del todo, sino en el extremo más alejado del cementerio, bajo el epitafio infamante
de los cobardes sin ideal, pues esos innobles habrán perdido el magnífico derecho a un
poquito de sombra del monumento adjudicatorio y comunal elevado a los muertos
convenientes en la alameda del centro y también habrán perdido el derecho a recoger un
poco del eco del ministro, que vendrá también este domingo a orinar en casa del
prefecto y lloriquear ante las tumbas después de comer...»
Louis-Ferdinand Céline, Viaje al final de la noche
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